(Primer encuentro de Petrarca y Laura. - Marie Stillman)
Por supuesto, el amor existía de antes. De siempre, en
realidad. Pero antes teníamos la ternura conyugal de Héctor hacia Andrómaca –y
la amistad viril de Aquiles y Patroclo-; o el amor travieso, lleno de pasión y
descaro de Catulo (En versión libre: Vivamos
y amemos, Lesbia mía/ y que les den a
los viejos que nos critican).
Teníamos a las muchachas del pueblo que con delicada sencillez cantaban el dolor de un amante lejano o ya
desdeñoso y teníamos a los trovadores que descubrían el juego elegante de
languidecer por damas altivas y perfectas, inasequibles de tan superiores. Teníamos
el vitalismo iconoclasta de los goliardos, como nuestro Arcipreste Juan Ruiz, que
cantaban al impulso erótico con el mismo entusiasmo que dedicaban al vino de
las tabernas. En definitiva, teníamos amores apasionados, cotidianos o artificiosamente
literarios, pero quizás teníamos poca amor vivido, sentido, pensado, añorado, indispensable como el aire
para respirar.
Francesco Petrarca descubrió esa otra forma de amor. Él
habló de amor sufrimiento, contradictorio, doloroso, pero también
espiritual, capaz de llenar de sentido la vida del hombre, acercándolo a la divinidad. Petrarca cambió
el centro de la mirada, llevándola de la contemplación de las bellezas de la
amada (que también) a su propio interior de poeta enamorado. Él comenzó a
desmenuzar su confusión, asediado por la
“dulce enemiga” que desbarata todo su vivir y, sobre todo, a hacerlo de forma
sincera. Con Petrarca abandonamos la pose literaria y nos trasladamos al
interior de un corazón que sufre y que goza
y leemos en una mente que intenta en vano descifrar el enigma que lo
sobrepasa. Sus palabras desgranan los sentimientos tan diversos que lo anegan,
en un afán de explicarnos, pero sobre todo de explicarse, ese amor torturante,
porque, como todo ideal, es imposible de satisfacer, pero, ya para siempre, irrenunciable.
LXI
Bendito sea
el día, el mes, y el año,
y la
estación, la hora, y el instante,
y el país, y
el lugar donde fui preso
de los dos
bellos ojos que me ataron;
y bendito el
afán dulce primero
que al ser
unido con Amor obtuve,
y el arco, y
las saetas que me hirieron,
y las llagas
que van hasta mi pecho.
Benditas
cuantas voces esparciera
al
pronunciar el nombre de mi dueño,
y el llanto,
y los suspiros, y el deseo;
y sean
benditos los escritos todos
con que fama
le doy, y el pensar mío,
que
pertenece a ella, y no a otra alguna
Pronto ese análisis minucioso de sentimientos contradictorios, ese
amor más fuerte que uno mismo fue una oleada que inundó toda Europa. Llegó a
todos sus rincones y una pléyade de poetas
siguió sus pasos. De tanto uso, a veces acabó perdiendo su luz o
prestándose a la desmitificación como en la pluma del gran sarcástico Quevedo (que sin
embargo siguió su estela en otros magníficos poemas, como el quizás mejor
soneto amoroso en lengua castellana: Cerrar
podrá mis ojos la postrera sombra…). Fue un tesoro que muchos saquearon y a veces dilapidaron,
pero su dorado brillo iluminó una nueva sensibilidad.
“No me podrán quitar el dolorido sentir” decía Garcilaso, su
discípulo español, y ese verso parece recoger la esencia del petrarquismo.
Y como me he puesto demasiado altisonante, un enlace a otro comentario sobre Petrarca, bastante más "charla entre amigos": http://crisei.blogalia.com/historias/16840
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