lunes, 20 de octubre de 2014

Y Petrarca descubrió el amor.


(Primer encuentro de Petrarca y Laura. - Marie Stillman)

Por supuesto, el amor existía de antes. De siempre, en realidad. Pero antes teníamos la ternura conyugal de Héctor hacia Andrómaca –y la amistad viril de Aquiles y Patroclo-; o el amor travieso, lleno de pasión y descaro de Catulo (En versión libre: Vivamos y  amemos, Lesbia mía/ y que les den a los viejos  que nos critican). Teníamos a las muchachas del pueblo que con delicada sencillez cantaban el dolor de un amante lejano o ya desdeñoso y teníamos a los trovadores que descubrían el juego elegante de languidecer por damas altivas y perfectas, inasequibles de tan superiores. Teníamos el vitalismo iconoclasta de los goliardos, como nuestro Arcipreste Juan Ruiz, que cantaban al impulso erótico con el mismo entusiasmo que dedicaban al vino de las tabernas. En definitiva, teníamos amores apasionados, cotidianos o artificiosamente literarios, pero quizás teníamos poca amor vivido, sentido, pensado, añorado, indispensable como el aire para respirar. 
Francesco Petrarca descubrió esa otra forma de amor. Él habló de amor sufrimiento, contradictorio, doloroso, pero también espiritual, capaz de llenar de sentido la vida del  hombre, acercándolo a la divinidad. Petrarca cambió el centro de la mirada, llevándola de la contemplación de las bellezas de la amada (que también) a su propio interior de poeta enamorado. Él comenzó a desmenuzar su confusión, asediado  por la “dulce enemiga” que desbarata todo su vivir y, sobre todo, a hacerlo de forma sincera. Con Petrarca abandonamos la pose literaria y nos trasladamos al interior de un corazón que sufre y que goza  y leemos en una mente que intenta en vano descifrar el enigma que lo sobrepasa. Sus palabras desgranan los sentimientos tan diversos que lo anegan, en un afán de explicarnos, pero sobre todo de explicarse, ese amor torturante, porque, como todo ideal, es imposible de satisfacer, pero, ya para siempre, irrenunciable.

LXI
Bendito sea el día, el mes, y el año,
y la estación, la hora, y el instante,
y el país, y el lugar donde fui preso
de los dos bellos ojos que me ataron;
y bendito el afán dulce primero
que al ser unido con Amor obtuve,
y el arco, y las saetas que me hirieron,
y las llagas que van hasta mi pecho.
Benditas cuantas voces esparciera
al pronunciar el nombre de mi dueño,
y el llanto, y los suspiros, y el deseo;
y sean benditos los escritos todos
con que fama le doy, y el pensar mío,
que pertenece a ella, y no a otra alguna
  
Pronto ese análisis minucioso de sentimientos contradictorios, ese amor más fuerte que uno mismo fue una oleada que inundó toda Europa. Llegó a todos sus rincones y una pléyade de poetas  siguió sus pasos. De tanto uso, a veces acabó perdiendo su luz o prestándose a la desmitificación como en la pluma del gran sarcástico Quevedo (que sin embargo siguió su estela en otros magníficos poemas, como el quizás mejor soneto amoroso en lengua castellana: Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra…). Fue un tesoro que muchos saquearon y a veces dilapidaron, pero su dorado brillo iluminó una nueva sensibilidad.
“No me podrán quitar el  dolorido sentir” decía Garcilaso, su discípulo español, y ese verso parece recoger la esencia del petrarquismo.


1 comentario:

  1. Y como me he puesto demasiado altisonante, un enlace a otro comentario sobre Petrarca, bastante más "charla entre amigos": http://crisei.blogalia.com/historias/16840

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